Hace unos días el actor Juan Diego Botto comentaba en Twitter la noticia publicada por el diario Público: “Los 20.000 profesores que imparten religión cuestan al Estado 700 millones de euros anuales“.
700 millones gastamos en pagar profesores de religión. El presupuesto de Cultura de 2018 es de poco más de 800. Incluye Museos, conservación de patrimonio, archivos, bibliotecas, cine, teatro, danza, música… https://t.co/4riXyUUA85
— Juan Diego Botto (@JuanDiegoBotto) April 12, 2019
De manera repetida suele aparecer esta noticia en algunos medios, en ocasiones coincidiendo con la Campaña anual de la Renta o con la apertura del período de matriculación para el siguiente curso escolar. Voy a comentar en seis puntos este cuestionamiento que suele repetirse cada cierto tiempo.
1) Considero de dudoso gusto democrático SEÑALAR a un determinado grupo de profesionales poniendo en cuestión la legitimidad de su sueldo. No creo recordar semejantes titulares respecto al montante de sueldos de docentes de otras materias u otros trabajadores públicos. Parece que el cuestionamiento de su retribución no se debe a que ejerzan mal su trabajo, sino simplemente “porque son de Religión”. Es decir, parece un SEÑALAMIENTO simplemente ideológico. Y eso no se consentiría con otros colectivos, es más, causaría escándalo.
2) Al Estado le cuesta x dinero esos sueldos, como le cuestan xx dinero los sueldos de otros docentes o profesionales. Sueldos que son pagados gracias a los impuestos de personas agnósticas, ateas, pero también creyentes. A veces se olvida que las personas creyentes también pagan impuestos, como cualquier otro ciudadano. Y con su dinero se sufragan también sueldos de otras asignaturas que a lo mejor ni siquiera sus hijos cursan o el servicio de trabajadores de los que no se benefician directamente. Pero esto es lo bueno que tiene vivir en un Estado que pretende ser de Bienestar y que trata de sostener todo aquello que en una sociedad plural se considera que realiza un bien social.
3) Respecto a la Religión, los padres y los alumnos pueden elegir. Es un acto libre cursarla o no. Hay libertad, no es una asignatura obligatoria. Y eso está muy bien. Es de las pocas cosas que se pueden elegir en la escuela. Si los profesores de Religión estamos ahí es porque unas familias lo solicitan para la formación de sus hijos. Responde a una demanda social. Y el costo del sostenimiento de esa labor dependerá de la demanda.
4) Como hablamos del dinero de todos, recordemos que también ocurre lo mismo respecto a la “X” de la Declaración de la Renta para la asignación tributaria que sostiene la realización de bienes sociales por parte de la Iglesia o de otros fines de interés social. Es de las pocas cosas -o la única- que se nos pregunta respecto a lo que se hace con nuestros impuestos. Y eso también está muy bien. Pero no se nos permite elegir qué hacer con nuestro dinero sobre asignaciones a otros agentes sociales y sobre las subvenciones que reciben ciertos colectivos. Se supone que si las reciben es porque hacen un bien al país.
5) No se entiende muy bien por qué se opone el sueldo de los profesores de Religión a lo que se podría hacer con ese dinero en favor de la cultura (Museos, exposiciones, etc. señala Diego Botto). Precisamente los profesores de Religión desde su materia ayudan al logro de una de las competencias clave que marca la ley educativa: la competencia “conciencia y expresiones culturales”. ¿Por qué contraponer la labor de unos agentes culturales precisamente con la cultura? ¿Cómo entender, por ejemplo, La Anunciación de Fra Angélico o La Visitación de G. Romano -ambas en el Museo del Prado- sin un mínimo de conocimiento del texto bíblico?. Más que enemigos de los museos, los profesores de Religión en este sentido ayudan al disfrute de ellos.
6) A veces tengo la impresión de que cuando se habla de los profesores de Religión no se es consciente de que son unos ciudadanos normales con historias personales, que tiene hipotecas, que pagan el recibo de la comunidad de vecinos y el de internet, etc. Y, como cualquier trabajador, se entristecen cuando se cuestiona el valor de su trabajo y su aportación al bien social. Y también se angustian cuando se amenaza la permanencia de su puesto profesional.